«Yo vivo enamorado de las dos»
Por Norland Rosendo González
Foto: José Hernández Mesa
Ciriaco González es un campesino cubano que vive en el centro de la Isla y no disimula su placer por tener dos romances a la vez.
En la finca El porvenir, entre Agua Fría y La Esperanza, a unos ocho kilómetros de Fomento, 42 de Manicaragua y 34 de Placetas, vive un guajiro con dos esposas.
Con Emelina Cruz Cabello contrajo nupcias en 1953, y tienen nueve hijos —siete hembras y dos varones—, 17 nietos y ocho bisnietos. De la otra se enamoró mucho antes, sin tener todavía 10 años, y lleva seis décadas consecutivas romanceando con ella: la vega de tabaco.
Su hogar está ubicado en una de las regiones de Villa Clara que menos llueve, semejante a un semidesierto, con terrenos áridos, abundante polvo y escasa vegetación silvestre; hay pocas palmas en el entorno, y solo algunas guásimas, aroma, zarzas, ateje y unas matas de plátanos muy escuálidas rodean la vivienda, donde Emelina se empecina en cultivar rosas.
Allí tiene su fortuna Ciriaco González Cabello, un campesino de 78 años, que no cambia ese pedazo de tierra por ningún palacio citadino. El bullicio de las urbes lo desconsuela y la vida en edificios le recuerda al tocororo enjaulado.
A las diez de la mañana de una de estos días helados de febrero, lucía en plena faena su sobrio traje de campaña: botas de goma, pantalón y camisa mangas largas llenos de pelusas de tabaco, y un machete ceñido al cinto.
Usa espejuelos que le ayudan a ver mejor y protegen la prótesis del ojo derecho, afectado en sus años mozos por la patada de un buey. Desgarbado y alto, con mechones de canas que quedan por debajo de las alas del sombrero de yarey, detiene la yunta para saludarnos y enseñarnos el tramo que aún le falta por hacer antes de regresar a su casa.
«Vayan y tómenle el café a Emelina, que ahorita voy para allá.»
Ciriaco sembró para esta cosecha 200 mil posturas, en menos de una caballería de tierra (su record fue de 300 mil posturas hace varios años). Aplicando la matemática, los técnicos le auguran un rendimiento de cerca de 350 qq/cab, lo cual debe aportar, más o menos, 154 quintales de tabaco.
— ¿Mucho o poco?
—Mis cálculos son más optimistas: yo me acercaré esta vez a los 190 quintales, solo hace falta uno o dos aguaceros, porque buen clima ha hecho hasta ahora.
— ¿Y qué más disfruta usted de la vega?
Posa la mirada en la del económico de la Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS) a la que pertenece, y bromea, con una sonrisa silente y pícara: «cobrarla; cuánto más dinero, mejor estaba.
«Para un campesino que se ha pasado la vida en esto, resulta un premio ver la siembra parejita, con un color intenso y las matas robustas.
«A mí me encanta entrar al campo y que las puntas de las hojas rocen mi barbilla.»
— ¿Por qué siempre tabacalero?
—Yo puedo decir que nací dentro de un tabacal. La primera imagen que recuerdo del mundo es un mar verde casi infinito, y a mi padre dentro de él, enseñándome los secretos para que las cosechas fueran buenas, tuvieran exquisito aroma y rindieran lo suficiente para comer y vivir decentemente.
«Era un vejigo y ya madrugaba con mis hermanos para ayudarlos a ordeñar, y después tenía que regar posturas para seis o siete sembradores a la vez.
Poco a poco fue aprendiendo y cogiendo habilidad, porque el tabaco —asevera— tiene sus mañas, no es solo asunto de plantar, guataquear, regar el abono y el agua, cortarlo y curarlo.
«Hasta los 17 años estuve trabajando con el viejo; pero cuando cumplí esa edad me regaló una yunta de bueyes, un caballo y un pedazo de tierra, y me dijo: ‘a partir de ahora eres dueño de tu cosecha’.
«Hace 60 vegas de eso y no he dejado nunca de sembrar tabaco, ni durante los dos años que no me dieron tierras en la cooperativa y tuve que plantarlo en el área del autoconsumo familiar.
DEL GUATEQUE A LA GUATAQUEA, SOLO HAY UN CAMBIO DE TRAJE
Ciriaco era un joven analfabeto, apenas sabía de la rudeza del trabajo en el campo y las historias que hacían en la casa para espantar el aburrimiento cuando terminaban de comer, hasta que a los 18 años pensó: ‘tú no puedes quedarte sin saber leer y escribir’, y decidió ir todas las noches a caballo a recibir clases con un maestro particular por cinco pesos mensuales. En seis meses aprendió un mundo, afirma.
«Con esos conocimientos y las notas que le sacaba a un tres comprado con mis ahorros, podía conversar sin miedo con las muchachas en las fiestas, y bastante afortunado que era yo con las mujeres... »
— ¿Y cuántas novias tuvo, Ciriaco?
Mira de reojo para su esposa que está en la cocina, a unos cuatro metros, en los trajines del almuerzo. Asoma otra vez los dientes en pose de galán pícaro, estaba a punto de caer en la tentación de contar sus aventuras románticas, pero nota que dos hijas suyas están pendientes de la respuesta, y encuentra una salida genial para el trance: «esos son secretos de guerra.
«Pero sepa que no había guateque por aquí al que no asistiera, me ponía una camisa blanca, unos zapatos bien lustrados, me echaba encima el tres, que apenas llegaba al lugar de la fiesta se lo daba a uno de los músicos, y empezaba a bailar y a conversar con las muchachas...
«Y cuando regresaba por la madrugada a mi casa, a eso de las dos o las tres, no piense que iba a descansar. Como a las cuatro había que tirarse, yo prefería cambiarme el traje por el de trabajo y coger pa´l campo.
Ese era el precio de la fiesta; sin embargo, ahora son las diez de la mañana y aún los jóvenes están en la cama para reponerse de la actividad».
«Vamos a almorzar», invita Emelina, mientras le pone a su esposo un plato de harina de maíz humeante en la mesa.
«No se asuste periodista», bromea él, mirando para Antonio Rodríguez, el corresponsal de la CMHW en Manicaragua, «también hay arroz y frijoles, pero yo estoy adaptado a la harina todos los días, a veces hasta por las noches me sirvo un poco».
Ciriaco almuerza sin prisa. Tras la harina, se tomó un plato de frijoles, y otra vez harina, ahora con leche y azúcar. No sé cuándo se comió el huevo frito, pero sí pellizcó una cuña de queso blanco antes de recostarse en el taburete, como auténtica señal campesina de haber concluido.
Y DEL VERDOR AL AMOR, OTRA VEZ CAMBIO DE TRAJE
De sobremesa, con una brisa sana que mece los penachos de una de las palmas cercanas y hace tenues olas en una represa existente frente al hogar, aprovecho que está el matrimonio junto para lanzar otra pregunta íntima: ¿Cómo fue el noviazgo de ustedes?
Emelina suelta una carcajada en tres tiempos. «Cada vez que lo veía me saltaba el corazón. Eran unos brincos extraños en el pecho cuando el venía a visitarme los domingos por la tarde en su caballo dorado, con el sombrero de paño y la ropa impecable, sin una mancha de polvo siquiera.»
Y él concluye: «yo estaba loco porque llegara ese día. A la una de la tarde terminaba la faena, e iba directo para el baño y a ponerme las mejores galas, pues sabía que ella estaba en el portal de su casa esperando mi llegada.
— ¿Qué es lo que más le gusta de ella?
— ¡Cómo cocina! La harina por lo menos le queda que sabe a gloria. Vuelve a dibujar la sonrisa silente. «Eso fue un chiste, ella es una excelente esposa. Nosotros llevamos 53 años juntos y nunca hemos tenido disgustos, vivimos muy felices por el hogar y la familia que fundamos.»
— ¿Y a usted de él, Emelina?
—Que es muy trabajador. A veces siento celos de la vega, pues entra desde por la madrugada en el campo y no sale hasta que termina la norma que se impone para la jornada. Cualquiera diría que le dedica más tiempo al tabaco que a mí. Pero no lo quiero mejor, ni como marido ni como hombre, desde muy joven supe que era a quien quería para compartir la vida. Y lo logré.
— ¿Por esa envidia de Emelina es que sus vegas siempre están entre las mejores de la zona?
—Eso es el resultado de mucho trabajo. Madrugadas enteras a pesar de frío; y sobre todo, una buena preparación de la tierra. Ahora no todo el mundo puede hacerlo porque en la misma área tiene que cosechar otros productos, pero lo ideal resulta romper en julio para poder montar la surquería en agosto, y entonces tener tiempo para acondicionar bastante el terreno antes de la siembra.
«Yo amarro la vega hoy y ya mañana estoy rompiendo la tierra.
«En la punta de la reja del arado y en la guataca está la calidad de la hoja, la salud de las plantas. Claro, cuando la naturaleza no ayuda es más difícil. Aunque si uno asiste la vega como debe ser, hasta sin llover puede coger buen tabaco.»
Con tanto diálogo sobre el tema, Ciriaco descubre los deseos de Pepe, el fotógrafo, de fumar un puro, y manda a un hijo a buscar una gavilla: «le voy a hacer un tabaco con hojas de la cosecha del 2004, porque la pasada fue una de las peores de la historia.»
Lió el «mosquete» con manos de experto torcedor, y las volutas de humo confirmaron la notoriedad de sus vegas.
«¡Qué bien arde, y sabe mejor!», sentenció Pepe para agradecer el obsequio, mientras preparaba la cámara para tirarle el último flachazo al longevo matrimonio, que le echaba la comida vespertina al pródigo patio de aves.
Foto: José Hernández Mesa
Ciriaco González es un campesino cubano que vive en el centro de la Isla y no disimula su placer por tener dos romances a la vez.
En la finca El porvenir, entre Agua Fría y La Esperanza, a unos ocho kilómetros de Fomento, 42 de Manicaragua y 34 de Placetas, vive un guajiro con dos esposas.
Con Emelina Cruz Cabello contrajo nupcias en 1953, y tienen nueve hijos —siete hembras y dos varones—, 17 nietos y ocho bisnietos. De la otra se enamoró mucho antes, sin tener todavía 10 años, y lleva seis décadas consecutivas romanceando con ella: la vega de tabaco.
Su hogar está ubicado en una de las regiones de Villa Clara que menos llueve, semejante a un semidesierto, con terrenos áridos, abundante polvo y escasa vegetación silvestre; hay pocas palmas en el entorno, y solo algunas guásimas, aroma, zarzas, ateje y unas matas de plátanos muy escuálidas rodean la vivienda, donde Emelina se empecina en cultivar rosas.
Allí tiene su fortuna Ciriaco González Cabello, un campesino de 78 años, que no cambia ese pedazo de tierra por ningún palacio citadino. El bullicio de las urbes lo desconsuela y la vida en edificios le recuerda al tocororo enjaulado.
A las diez de la mañana de una de estos días helados de febrero, lucía en plena faena su sobrio traje de campaña: botas de goma, pantalón y camisa mangas largas llenos de pelusas de tabaco, y un machete ceñido al cinto.
Usa espejuelos que le ayudan a ver mejor y protegen la prótesis del ojo derecho, afectado en sus años mozos por la patada de un buey. Desgarbado y alto, con mechones de canas que quedan por debajo de las alas del sombrero de yarey, detiene la yunta para saludarnos y enseñarnos el tramo que aún le falta por hacer antes de regresar a su casa.
«Vayan y tómenle el café a Emelina, que ahorita voy para allá.»
Ciriaco sembró para esta cosecha 200 mil posturas, en menos de una caballería de tierra (su record fue de 300 mil posturas hace varios años). Aplicando la matemática, los técnicos le auguran un rendimiento de cerca de 350 qq/cab, lo cual debe aportar, más o menos, 154 quintales de tabaco.
— ¿Mucho o poco?
—Mis cálculos son más optimistas: yo me acercaré esta vez a los 190 quintales, solo hace falta uno o dos aguaceros, porque buen clima ha hecho hasta ahora.
— ¿Y qué más disfruta usted de la vega?
Posa la mirada en la del económico de la Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS) a la que pertenece, y bromea, con una sonrisa silente y pícara: «cobrarla; cuánto más dinero, mejor estaba.
«Para un campesino que se ha pasado la vida en esto, resulta un premio ver la siembra parejita, con un color intenso y las matas robustas.
«A mí me encanta entrar al campo y que las puntas de las hojas rocen mi barbilla.»
— ¿Por qué siempre tabacalero?
—Yo puedo decir que nací dentro de un tabacal. La primera imagen que recuerdo del mundo es un mar verde casi infinito, y a mi padre dentro de él, enseñándome los secretos para que las cosechas fueran buenas, tuvieran exquisito aroma y rindieran lo suficiente para comer y vivir decentemente.
«Era un vejigo y ya madrugaba con mis hermanos para ayudarlos a ordeñar, y después tenía que regar posturas para seis o siete sembradores a la vez.
Poco a poco fue aprendiendo y cogiendo habilidad, porque el tabaco —asevera— tiene sus mañas, no es solo asunto de plantar, guataquear, regar el abono y el agua, cortarlo y curarlo.
«Hasta los 17 años estuve trabajando con el viejo; pero cuando cumplí esa edad me regaló una yunta de bueyes, un caballo y un pedazo de tierra, y me dijo: ‘a partir de ahora eres dueño de tu cosecha’.
«Hace 60 vegas de eso y no he dejado nunca de sembrar tabaco, ni durante los dos años que no me dieron tierras en la cooperativa y tuve que plantarlo en el área del autoconsumo familiar.
DEL GUATEQUE A LA GUATAQUEA, SOLO HAY UN CAMBIO DE TRAJE
Ciriaco era un joven analfabeto, apenas sabía de la rudeza del trabajo en el campo y las historias que hacían en la casa para espantar el aburrimiento cuando terminaban de comer, hasta que a los 18 años pensó: ‘tú no puedes quedarte sin saber leer y escribir’, y decidió ir todas las noches a caballo a recibir clases con un maestro particular por cinco pesos mensuales. En seis meses aprendió un mundo, afirma.
«Con esos conocimientos y las notas que le sacaba a un tres comprado con mis ahorros, podía conversar sin miedo con las muchachas en las fiestas, y bastante afortunado que era yo con las mujeres... »
— ¿Y cuántas novias tuvo, Ciriaco?
Mira de reojo para su esposa que está en la cocina, a unos cuatro metros, en los trajines del almuerzo. Asoma otra vez los dientes en pose de galán pícaro, estaba a punto de caer en la tentación de contar sus aventuras románticas, pero nota que dos hijas suyas están pendientes de la respuesta, y encuentra una salida genial para el trance: «esos son secretos de guerra.
«Pero sepa que no había guateque por aquí al que no asistiera, me ponía una camisa blanca, unos zapatos bien lustrados, me echaba encima el tres, que apenas llegaba al lugar de la fiesta se lo daba a uno de los músicos, y empezaba a bailar y a conversar con las muchachas...
«Y cuando regresaba por la madrugada a mi casa, a eso de las dos o las tres, no piense que iba a descansar. Como a las cuatro había que tirarse, yo prefería cambiarme el traje por el de trabajo y coger pa´l campo.
Ese era el precio de la fiesta; sin embargo, ahora son las diez de la mañana y aún los jóvenes están en la cama para reponerse de la actividad».
«Vamos a almorzar», invita Emelina, mientras le pone a su esposo un plato de harina de maíz humeante en la mesa.
«No se asuste periodista», bromea él, mirando para Antonio Rodríguez, el corresponsal de la CMHW en Manicaragua, «también hay arroz y frijoles, pero yo estoy adaptado a la harina todos los días, a veces hasta por las noches me sirvo un poco».
Ciriaco almuerza sin prisa. Tras la harina, se tomó un plato de frijoles, y otra vez harina, ahora con leche y azúcar. No sé cuándo se comió el huevo frito, pero sí pellizcó una cuña de queso blanco antes de recostarse en el taburete, como auténtica señal campesina de haber concluido.
Y DEL VERDOR AL AMOR, OTRA VEZ CAMBIO DE TRAJE
De sobremesa, con una brisa sana que mece los penachos de una de las palmas cercanas y hace tenues olas en una represa existente frente al hogar, aprovecho que está el matrimonio junto para lanzar otra pregunta íntima: ¿Cómo fue el noviazgo de ustedes?
Emelina suelta una carcajada en tres tiempos. «Cada vez que lo veía me saltaba el corazón. Eran unos brincos extraños en el pecho cuando el venía a visitarme los domingos por la tarde en su caballo dorado, con el sombrero de paño y la ropa impecable, sin una mancha de polvo siquiera.»
Y él concluye: «yo estaba loco porque llegara ese día. A la una de la tarde terminaba la faena, e iba directo para el baño y a ponerme las mejores galas, pues sabía que ella estaba en el portal de su casa esperando mi llegada.
— ¿Qué es lo que más le gusta de ella?
— ¡Cómo cocina! La harina por lo menos le queda que sabe a gloria. Vuelve a dibujar la sonrisa silente. «Eso fue un chiste, ella es una excelente esposa. Nosotros llevamos 53 años juntos y nunca hemos tenido disgustos, vivimos muy felices por el hogar y la familia que fundamos.»
— ¿Y a usted de él, Emelina?
—Que es muy trabajador. A veces siento celos de la vega, pues entra desde por la madrugada en el campo y no sale hasta que termina la norma que se impone para la jornada. Cualquiera diría que le dedica más tiempo al tabaco que a mí. Pero no lo quiero mejor, ni como marido ni como hombre, desde muy joven supe que era a quien quería para compartir la vida. Y lo logré.
— ¿Por esa envidia de Emelina es que sus vegas siempre están entre las mejores de la zona?
—Eso es el resultado de mucho trabajo. Madrugadas enteras a pesar de frío; y sobre todo, una buena preparación de la tierra. Ahora no todo el mundo puede hacerlo porque en la misma área tiene que cosechar otros productos, pero lo ideal resulta romper en julio para poder montar la surquería en agosto, y entonces tener tiempo para acondicionar bastante el terreno antes de la siembra.
«Yo amarro la vega hoy y ya mañana estoy rompiendo la tierra.
«En la punta de la reja del arado y en la guataca está la calidad de la hoja, la salud de las plantas. Claro, cuando la naturaleza no ayuda es más difícil. Aunque si uno asiste la vega como debe ser, hasta sin llover puede coger buen tabaco.»
Con tanto diálogo sobre el tema, Ciriaco descubre los deseos de Pepe, el fotógrafo, de fumar un puro, y manda a un hijo a buscar una gavilla: «le voy a hacer un tabaco con hojas de la cosecha del 2004, porque la pasada fue una de las peores de la historia.»
Lió el «mosquete» con manos de experto torcedor, y las volutas de humo confirmaron la notoriedad de sus vegas.
«¡Qué bien arde, y sabe mejor!», sentenció Pepe para agradecer el obsequio, mientras preparaba la cámara para tirarle el último flachazo al longevo matrimonio, que le echaba la comida vespertina al pródigo patio de aves.
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